Un trono de Semana Santa para Angélica Liddell

Ciclo de las resurrecciones, de Angélica Liddell

Ciclo de las resurrecciones, de Angélica Liddell

¡Aquí se viene a sufrir!

Llevo amodorrado un tiempo y estoy saliendo de una extraña zona de confort en donde mi felicidad se obtiene por un camino poco adecuado a mis expectativas. ¿Y sufrir es la solución? No, pero vivir más intensamente y lograr que las buenas intenciones se conviertan en acciones contundentes necesita de un pincho que me haga saltar, de un resorte que me haga reaccionar. El sufrimiento medido y correctamente aplicado es el pincho para salir de la modorra. Angélica Liddell es esa dosis de sufrimiento empático y renovador; Ciclo de las resurrecciones es la tormenta con la que convivir, la tormenta que me hace calcular mis movimientos para salir airoso.

Angélica Liddell es de lo mejorcito que se pueda leer en este país. Angélica Liddell es un ángel caído en España. Angélica Liddell es el Jean Genet o el Thomas Bernhard con el que siempre quise compartir documento nacional de identidad. Angélica Liddell es libérrima. A Angélica Liddell yo no le importo un carajo, ni ustedes tampoco. Angélica Liddell es, a la vez, mesiánica e invisible. Angélica Liddell lleva razón cuando habla. Angélica Liddell es Premio Nacional de Teatro. A Angélica Liddell no la conoce ni el tato. Angélica Liddell merece todo mi proselitismo.

Resumiendo demasiado, las últimas exploraciones de Angélica Liddell tienen que ver, a mi entender, con la subversión de ciertos cánones, de algunos cimientos básicos. Desde la transgresión del feminismo a partir de una violación en donde la violada se apodera del violador amándolo y obligándolo a vejarla, a la aniquilación de Jesucristo transformándolo en un hombre amado al que Angélica coacciona para que él no deje de pensar en ella. De un modo u otro, Angélica Liddell busca en esta etapa de su obra lo misterioso, lo que ya no se atiene a teorías ni cánones, descreída como confiesa sentirse de todo. ¿Y qué hay en lo misterioso? Según ella, lo misterioso es la puerta hacia lo sagrado. Por supuesto, lo sagrado desarticula toda imaginería religiosa previa, que no deja de ser un artificio que nos aleja de esta meta.

En Angélica Liddell he vivido un ateísmo místico como si un San Juan de la Cruz nihilista se tratase. Hay quien podría ver en ella un pesimismo y un derrotismo ante la vida, pero yo he encontrado lo contrario, una luz que nos ilumina cuando todo está perdido. Me pregunto hacia dónde se dirigirán sus próximas obras, porque el camino que dibuja es un discurso verdaderamente estimulante intelectualmente. Me queda por leer la obra que hay entre este Ciclo de las resurrecciones y La casa de la fuerza. Angélica Liddell me hace feliz, me hace creer que, si acaso no hay esperanza, al menos, hay un modo de seguir adelante con coherencia. Y para darle más leña a este fuego, Angélica Liddell se declara una enferma y, claro, ustedes ya lo saben, la enfermedad ronda mi vida y, por tanto, mi identidad y, por tanto, mi forma de ver el mundo. Ante la finitud de las cosas, en ella encuentro cierta trascendencia aplicable a mi día a día.

Y nada más, joder, que parezco un groupie con las manos alzadas coreando los grandes éxitos de una estrella del rock. Ya saben, esta tía me toca la fibra. Con eso basta. Con eso y con este vídeo, en donde la entrevistan y ella habla de su poética y a mí se me caen las bragas asimilando cada una de sus ideas:

PD: Termino el libro en plena Semana Santa y lo sagrado adquiere un sentido antagónico. El último texto del libro lo confirma:

SALMO XII

De nada hubiera servido leer la profecía, pues hubiera hecho este mismo viaje.
He llegado hasta la rosa de cuatro pétalos, hasta la roca y hasta el patio.
He llegado hasta los pies del Bautista
con la intención de matarme bebiendo oro derretido.
Cuanto más asciendo, más sufro,
cuanto más concluyo, más ancho se vuelve el círculo,
vivo en la boca de mi tumba.
Bajo el éter de tu nacimiento, no hay una escama de mi cuerpo que no tiemble,
como si mi corazón bombeara espinas.
(Sentía los dolores de tu mismísimo parto,
en mis dedos, mi pecho, mis rodillas y mi garganta.)
Si abres mis labios con tu lengua, oh Señor, moriré cantando,
aun con las entrañas abrasadas por el oro ardiente, moriré cantando,
y así como el calor del sol se hace vino,
mi ardor se hace lágrimas.
Ahora me marcho ensangrentada camino a Citerea.
¿Por qué para coronarme me han clavado en la frente las puntas de las estrellas?

Cuando me sentí culpable leyendo a Jonathan Lethem

Cuando Alice se subió a la mesa, de Jonathan Lethem

Cuando Alice se subió a la mesa, de Jonathan Lethem

Llevo dos o tres semanas en las que no hago planes, sino que los planes abordan mi (inexistente) agenda y me colocan ahí y allá, con este o con aquella, y yo nunca digo que no y me dejo llevar y me lo paso pipa con la gente y soy razonablemente feliz. Últimamente soy un tío supersociable y, por supuesto, esta racha está generando en mí un sentimiento de culpa que acabará saliendo a presión por algún lado. Se suponía que yo era un tío relativamente huraño, que pasaba muchas horas en casa leyendo y escribiendo, y ahora soy el alma de la fiesta. Y no sigo torturándome porque si alimento más este reproche me voy a echar a llorar delante de la pantalla.

Para colmo, elegí mi última lectura teniendo en cuenta mi vida ajetreada. Elegí leer Cuando Alice se subió a la mesa, de Jonathan Lethem, porque era consciente de que sería una lectura ligera y llevadera, una lectura que no me causaría demasiadas complicaciones y que no me absorbería demasiado. ¿Se dan cuenta ustedes de la línea que estoy cruzando o es que la culpa me ha convertido en un paranoico? Elegí mi lectura según un criterio determinado por mi vida social. No sé ustedes, pero yo lo veo como un apaga y vámonos.

De todo esto, Jonathan Lethem no tiene la culpa. Él escribió una novela romántica contextualizada en un campus universitario y aderezada de ciencia ficción. Relaciones sentimentales entre cerebritos y una suerte de agujero interdimensional humanizado me parecieron buenas razones para volver a Lethem, además de sentir que le debo algo después de que Chronic City fuera una lectura redentora en la UVI hace año y medio.

Si en las comedias románticas siempre hay un elemento prácticamente fantástico que logra que la pareja tenga un final feliz, Jonathan Lethem sustituye lo fantástico por lo sci-fi para ofrecernos un extraño y emocionante final. Por suerte, Lethem es un profesional de lo suyo y -si le miramos las costuras a la novela- es fácil reconocer cómo sabe construir las escenas con un equilibrio que nunca nos saca de nuestra zona de confort y una soltura casi cinematográfica dentro del género que podría parecer aprendida de Billy Wilder.

Jonathan Lethem hace tan bien lo que pretende hacer en Cuando Alice se subió a la mesa, que he de reconocer que he disfrutado la novela entre sonrisas tontorronas. Pero, una vez reconocido esto, debo confesarlo todo: es una novela tremendamente ñoña desde el mismísimo principio hasta la última página; es ñoña incluso para mí, que, a fin de cuentas, soy un cursi que trata de disimularlo a toda costa. ¿Y cuál es el problema con que sea tan ñoña? Pues que le da al conjunto un tono excesivamente plano, no hay carrusel emocional, no he sufrido por el conflicto que se plantea, no he empatizado con la chica del cuento (y con el chico no siempre); en resumen, la novela es tibia y mullida, como el sofá que colocamos delante de la tele.

¿Y ahora qué? He de redistribuir mi soledad. Por lo demás, creo que me hace falta una lectura más invasiva, una lectura que no pueda sacarme de la cabeza cuando salga a la calle.

El amor en los tiempos de Angélica Liddell

La casa de la fuerza, de Angélica Liddell

La casa de la fuerza, de Angélica Liddell

Antes a mí no me daba corte -cuando me ponía a leer en una cafetería, en el autobús o en un parque- dar rienda suelta a mis gritos de entusiasmo, lanzar el libro hacia arriba para celebrar sus páginas o dar golpes de satisfacción contra cualquier objeto inerte. No me importaba que los demás me miraran con cara de sorpresa o estupor y se preguntaran que qué diantres le ocurre al tío ese montando tanto jaleo con su dichoso librito. Con el tiempo, he ido sintiéndome más y más idiota y hace mucho que ya no hago esas cosas. Pero acabo de leer La casa de la fuerza / Te haré invencible con mi derrota / Anfaegtelse y me han entrado unas ganas locas durante su lectura de dar saltos en el asiento, de aullar como un mono feliz y de lanzarle el libro a la cabeza a alguien para que se dé cuenta de lo que se está perdiendo por no leer a Angélica Liddell. Me he zampado las tres obras de teatro del tirón, en un bar mientras esperaba a mi amadísima Elisa Calatrava, en la biblioteca del instituto mientras le hacía el examen a una alumna que se tenía que ir pronto y en clase mientras mis demás alumnos hacían el mismo examen. No me he atrevido a gritar y a revolcarme en el suelo de gusto ante el discurso brutal y sangrante de Angélica Liddell porque mis alumnos, pese a que me han visto hacer ya muchas payasadas, no tienen por qué soportar eso. A cambio, he usado Facebook para desfogarme y, al mismo tiempo, parecer un tipo civilizado.

 Todo este regocijo podría ser entendido como la consecuencia de leer una obra maestra, pero no. Estos tres textos no son una obra maestra, si acaso, algo mejor: una obra con la que identificarme, con la que conectar, con la que sentirme a gusto en sus virtudes y sus defectos. Una obra-líquido amniótico. Una obra por la que partirme la cara en los mentideros de las redes sociales y en las tertulias más sofisticadas. Por ejemplo, el próximo que me cite a Shakespeare para hablarme del amor le meto entre pecho y espalda un parrafazo de Angélica Liddell.

Y es que esta señora habla de amor, y con él define al sujeto de nuestros días en tensión con lo femenino y con una sociedad globalizada e intolerable. La histeria de los personajes de Angélica Liddell parece el resultado de un amor que ya no nos hace sentirnos unidos a nadie y tampoco sirve para sentirnos diferentes a los demás. En sus textos hay una brecha, una crisis, hay algo irreparable y no tengo ni idea de si el amor podría servir de sutura o de apoyo o si solo es un fantasma que nos atraviesa y que nos hace sentir un calambre o un escalofrío.

Le dije a un querido compañero de trabajo: «Angélica Liddell me recuerda a Jean Genet» y él me miró valorando y ya casi desaprobando mi ocurrencia. Entonces rectifiqué: «De hecho, no. Angélica Liddell es todo lo contrario a Jean Genet y por eso me recuerda a él». Porque Angélica Liddell no se posiciona en el afuera y desde ahí destruye, sino que Angélica Liddell es, más bien, una autoinmolación emocional desde el mismo centro de la vida que tenemos montada; es una contradicción que agita los códigos de conducta que usamos habitualmente; es un espejo que refleja desde dentro.

A mí esta señora me ha pellizcado y me ha convencido. Me ha hecho sentir más vivo, más persona; incluso me ha hecho sentirme como una mierda, y yo se lo agradezco. La seguiré leyendo para descubrir más cosas de mí mismo y de todos ustedes. Y, sí, lo sé, estoy eufórico, pero es que estoy arrastrándome como puedo hacia el fin del curso y estos subidones me sirven de catapulta.

Primerizo y abrupto Lem

El hospital de la transfiguración, de Stanislaw Lem

El hospital de la transfiguración, de Stanislaw Lem

Empecé a leer a Stanislaw Lem gracias a mi amigo Lucas. Él me habló fervorosamente de Vacío perfecto y de Magnitud imaginaria. Me habló de su sentido del humor, de su síntesis filosófica y de su carácter borgeano. De hecho, en cuanto lo leí, Lem se convirtió en uno de mis escritores favoritos y me atrevería, incluso, a incluirlo en mi hipotético top ten. El mismo día en que Lucas y yo comíamos algo rápidamente en un bar de la Plaza Uncibay, vaya usted a saber por qué precisamente allí, y él hablaba acaloradamente de Lem y gesticulaba e hiperbolizaba y glosaba y, en fin, desplegaba todo su espectáculo verborreico-armamentístico y embaucador pro gran descubrimiento literario para nuestra órbita personal; ese mismo día, en su antiguo apartamento, curioseando entre las pilas de libros que inundaban su salón, me topé con otra obra de Stanislaw Lem, El hospital de la transfiguración. Le pedí opinión esperando nuevos fuegos artificiales que lo adornaran, pero solamente recibí un gesto de disgusto y un laconismo sorprendente.

Cuando comencé la lectura de El hospital de la transfiguración, primera novela de Stanislaw Lem, me acordé de todo esto. En las primeras páginas, encontré a un jovencito Stanislaw que abría la novela con cierta soltura, sonando un poquito a Dostoyevski y un poquito a Kafka, pareciéndose mucho a lo que se supone que entenderíamos por un escritor del Este. Me acordé del ceño fruncido de Lucas y fui preparando mis argumentos para rebatir su mohín. Pero, tras las primeras cien páginas, Lem ya no pudo aguantarse más, y tuvo que empezar a teorizar sobre lo humano y lo divino, rompiendo el ritmo de la novela y desertizando su prosa. En realidad, para mí, una de las cosas más apreciables de Stanislaw Lem es, precisamente, su capacidad de discurrir intelectualmente de un modo suave y fluido dentro de un maravilloso pulso narrativo. En Lem, las ideas se diseminan y se congracian perfectamente con una prosa magnífica. Pero en esta su primera novela, El hospital de la transfiguración, este don ensayístico-narrativo todavía no estaba desarrollado, por lo tanto, el resultado es árido y abrupto, ya que, cuando pretende transmitirnos alguna opinión filosófica, encaja a dos personajes soltándose parrafadas mutuamente e invitando al lector, molesto por la incompatibilidad, a saltarse páginas sin pudor alguno.

De todos modos, he decir algo a su favor. O, mejor dicho, he decir algo a favor de la literatura mediocre. Voy a decir una obviedad, porque me apetece decirla después de una comprobación casi de método científico. El otro día, llegué al hospital para someterme a una prueba. Llegué muy pronto y, para hacer tiempo, bajé a la cafetería para tomarme un té con miel, porque esa mañana me dolía mucho la garganta. Me tomé mi Earl gray de sobre frente al televisor de la cafetería y en ese momento emitían Mujeres y hombres y viceversa. Le dediqué veinte minutos a Telecinco, tras lo cual me di cuenta de que El hospital de las transfiguración no estaba tan mal, hubiera sido mejor leerlo durante esos veinte minutos. ¡Qué perogrullada!, ¿no? Pues yo creo que no está mal recordar este tipo de cosas.

Escribo esta reseña porque he terminado de leer la novela, en contra de mi costumbre de dejar a medias prácticamente todo aquello que no me convence. En realidad, me alegro de haberla terminado, porque el final mejora el conjunto. De hecho, he de confesar que hay un motivo que me obligó a terminarla, y no es solamente mi profundo e incondicional amor a Lem, sino que en estos días estoy recopilando una serie de novelas que traten, de algún modo, el ámbito de la enfermedad, la relación médico-paciente y temas similares. Los necesito para incluirlos como parte de una pequeña ponencia que haré en un congreso de Nefrología. Mi intención es que la literatura cultive en los médicos un sentimiento de empatía. El hospital de las transfiguración, en relación con esto, puede mostrar una idea impactante y devastadora de cómo los médicos pueden llegar a ver solamente enfermedades, olvidándose de la humanidad de los pacientes, obsesionándose con la cura del problema concreto sin valorar el conjunto de la persona. Los pacientes aparecen aquí como cosas y eso llega a convertir a algunos médicos en seres crueles y despiadados. Solamente un paciente, un poeta y filósofo, embauca a uno de los médicos con sus ideas, gracias a su carácter y a su nivel intelectual es capaz de mostrarse ante él como una persona y no como un objeto. La novela se sitúa a comienzos de la ocupación nazi, por lo que, al final de la novela, los nazis, por fin, llegan al sanatorio. Los médicos se ven obligados a reaccionar ante el peligro de que los nazis maten a todos sus enfermos y, de repente, empiezan a pensar en ellos como personas. Sus enfermedades psiquiátricas pasan a un segundo plano, porque la misión de los médicos ya no es curar, sino salvar. La reacción de los médicos es sorprendente, por el salto categorial que se produce y por el cambio de actitud ante una escala de valores distinta. Las enfermedades, de repente, se transfiguran en seres humanos.

Ahora que lo pienso, este último párrafo podría ser, en cierto modo, un espoiler. Por eso nunca me siento cómodo hablando del argumento de las novelas. O no, no lo es. Es evidente, desde el principio, que los nazis van a llegar y que va a pasar algo.

Imagino que mis lecturas sucesivas tratarán estos temas hasta el día de la ponencia. Si tuviera todo el tiempo del mundo frente a ellos, les enchufaría mi blog en el power point, porque lo voy a usar en las próximas incursiones para pensar sobre la enfermedad. Si ustedes, hipotéticos lectores, tienen sugerencias de lectura al respecto, no duden en hacérmelas llegar, por favor. Yo me esforzaré en preparar una intervención bonita y en ir lo suficientemente arreglado y aseado como para que mi madre se sienta orgullosa.

A veces soy un personaje de Jonathan Lethem

Chronic City de Jonathan Lethem

Chronic City de Jonathan Lethem

La lectura siempre es la escapatoria. Quien se haya hecho mayorcito sin haberse forjado un hábito lector va a tener que joderse en un montón de ocasiones. La novela Chronic City, de Jonathan Lethem, será siempre para mí como el famoso truco del mago que mete a una persona en una caja y la hace desaparecer durante unos instantes. Lo mío nunca fue la prestidigitación, ¡pero he deseado tanto no estar aquí! He pasado hace poco algo más de dos semanas en la UVI, algo así como mi infierno en vida. Mi cabeza, a veces lograba bloquease y dejarme allí desnudo, en un colchón antiescaras, aguantando los lavados diarios. Pero por mucho bloqueo mental que lograra, no había forma de dejar de estar allí. Se me ocurrió la ingenua idea de traerme Chronic City a la UVI Y así comenzaron mis microfugas.

No voy a describir mi experiencia física y emocional en la UVI, porque estoy seguro de que ustedes ya  la entienden. En alguna ocasión, mi cabeza parpadeaba y dejaba salir un hilito de lucidez. Y es ahí cuando me atreví a pedir que me acercaran Chronic City para leer al menos tres o cuatro páginas. De repente, con el libro entre la manos, escapé del colchón de escaras. Y estuve en el piso de Perkus Tooth, tomando mucho café y fumando marihuana, charlé con Chase y con Abneg y discutí con Oona. Bueno, discutí con todos, menos con el Halconero. Aprendí mucho sobre Brando, gracias a Perkus, y, mucho más sobre música. Aquel agujero era un lugar cálido y distendido. Solo teníamos que salir de allí para ir a comer una hamburguesa justo en la esquina. Pero cuando salía del piso de Perkus, en lugar de una hamburguesería, volvían a crecerme toda suerte de tubos del cuerpo, volvía a pitar el saturómetro.

Empecé a leerlo antes de toda esta mierda y he ido continuándolo, poco a poco, hasta ahora. He tardado mucho más de lo que debiera, y me excuso en que no he leído libro, sino he estado en él para fugarme de cuando en cuando. ¿Y cómo hago yo una reseña de todo esto? Lethem consigue unos personajes muy atractivos, con todos ellos te tomarías una cerveza en la terraza de un bar, y parte de su atractivo reside en sus excentricidades. Es algo así como (atención: esta va a ser una hipérbole inmensa) los personajes de la serie Seinfeld. Todos parecen tener una vida alucinante. Si yo viajara a Manhattan y los conociera me camelarían en media hora, pero recordemos que yo soy un chico de pueblo fácilmente impresionable. Pero en realidad acabas dándote cuenta de que son unos segundones llenos de mal rollo hasta la coronilla, y es ahí cuando empiezas a quererlos.

Ahora sería divertido darle un repaso a Jonathan Lethem. He leído por ahí que si Franzen, que si Pynchon. Pues no me convence ninguno. Sí es cierto que usa, en principio, un realismo que podríamos atribuirle a Franzen, pero hay cosas que chocan mucho, por ejemplo el elemento fantástico que surca la novela, el tigre gigante que va surcando y destruyendo Manhattan. Un cuento genial de lo siniestro, que mitifica las vidas sin rumbo de estos personajes. Por lo que respecta a Pynchon, solo se me ocurre que a Lethem también le gustan los nombres rimbombantes, por lo demás no es encuentro parentesco. Y en cuanto el homenaje a David Foster Wallace, yo no he pillado el chiste.

En fin, una época jodida de mi vida discretamente paliada por un buen libro. No sabría contar mi experiencia de otra forma.

Stanislaw Lem es tan listo que parece un superordenador

Golem XIV, de Stanislaw Lem

Golem XIV, de Stanislaw Lem

Cuando uno escribe ficción, puede hacer que sus personajes sean más valientes, más ágiles, más fuertes que uno mismo. Tan solo hay que ponerlos a dar saltos que uno no podría dar o a meterlos en agujeros en los que uno no se metería. El verdadero problema llega cuando se quiere crear personajes que sean más listos de lo que uno es. No es nada fácil hacer que tus personajes hagan comentarios más inteligentes de los que tú serías capaz de hacer. Se me ocurre, a bote pronto, que uno puede recurrir a la Wikipedia y similares para hacerles hablar de un tema en concreto que el escritor no domina, pero de este modo el escritor estaría a la misma altura de conocimientos del personaje, porque previamente ha estado informándose. Como mucho, se podría ejecutar el trampantojo de hacer que el personaje diga algo sobre un tema, cite algo al respecto y que con ello sugiera que sabe mucho más aunque no se explaye en ello (porque en la cabeza del escritor no hay más material con el que explayarse). Esto situaría al personaje, gracias a un débil juego de sombras, por encima de la sabiduría de su creador. Aunque, de todos modos, eso tampoco es ser más inteligente.

Si esto es difícil, lo que hace Stanislaw Lem en Golem XIV es el más difícil todavía. Supongo que Stanislaw Lem estaría un día en su casa con ganas de filosofar a lo bestia sobre la condición humana y, como él es más de ficción que de ensayo, se le ocurrió la brillante, compleja y arriesgada idea de este libro. Golem XIV es el nombre de un superordenador que los científicos consiguen construir en un futuro cercano después de muchos intentos (los Golem anteriores al catorceavo). Con él, construyen un ser con una inteligencia que rebasa por completo la del ser humano. Es decir, la máquina que han conseguido construir es muchísimo más lista y más sabia que sus creadores.

Si la premisa acabara aquí, se trataría de un libro de ciencia-ficción común y corriente, como en los que aparecen máquinas que viajan en el tiempo o que teletransportan objetos. Pero Stanislaw Lem hace que esta Superinteligencia hable, y no precisamente para que opine sobre si va a llover mañana, sino que se dedica a disertar largo y tendido sobre el ser humano desde un punto de vista antropológico, biológico y filosófico. De hecho, el grueso del libro consta de dos conferencias pronunciadas por Golem ante un público de científicos y filósofos. Llevar a cabo semejante discurso, teniendo en cuenta que ha de parecer que está construido por una Inteligencia superior a la del propio Lem, es un truco de prestidigitador que me ha dejado embobado. Para que esta hazaña tenga éxito han tenido que suceder al menos dos cosas: 1) que Stanislaw Lem es realmente muy, pero que muy, muy listo y 2) que yo soy tan torpe que no encuentro ninguna distinción entre el pensamiento de Lem y un Superordenador ultrainteligente.

En las dos conferencias pronunciadas por Golem XIV se habla, sobre todo, de que los seres humanos no somos el gran éxito de la Evolución, sino que tan solo somos más complejos y más imperfectos que nuestros antepasados unicelulares, porque nuestra capacidad de sobrevivir es mucho menor. Aunque, al fin y al cabo, da igual, ya que los organismos solo son recipientes temporales del código (genético), cuya transmisión es lo único que importa a la Evolución. Es decir, este superordenador pone de vuelta y media la imagen que el ser humano tiene de sí mismo.

Quizá este sea el libro más arduo que he leído de Stanislaw Lem, lo que es comprensible, porque la temática lo requiere. Empecé a interesarme por este autor cuando Impedimenta comenzó a publicarlo y, hasta la fecha, solo he leído los títulos de esta editorial (a falta de El hospital de la transfiguración, que tengo en casa, esperando su turno). Le agradezco a esta editorial que me haya hecho descubrir al que se ha convertido en uno de mis escritores favoritos, porque ha sido Impedimenta y no el consejo de algún amigo mío o la reseña de algún crítico quien me ha hecho llegar a él y bucear en su obra. Sencillamente, intento decir que me siento feliz de que una editorial -sea Impedimenta en este caso u otra cualquiera en otros muchos- se tome tan en serio esto de creer en un autor y hacer lo posible para ponerlo en boga, porque al final los lectores se llevan grandes alegrías.

Las tres vías de la mística de Santislaw Lem

Solaris, de Stanislaw Lem

Solaris, de Stanislaw Lem

En la época que conocí a mi amadísima Elisa Calatrava también descubrí a Andréi Tarkovski. Pero ambos contactos se dieron por separado. En el caso del cineasta, vi Solaris apoltronado en un sofá y cubierto con las enaguas de una mesa camilla. Pasé miedo viendo la película, por un momento me arrepentí de estar solo en casa y de haber apagado la luz. Aunque me gustó pasar miedo, porque no había tenido la sensación de asustarme con el cine desde que era pequeño. Esto es lo único que contaré acerca de esta versión cinematográfica de la novela de Stanislaw Lem. La que realizó Soderbergh ni siquiera la he visto. Antes de empezar a leer Solaris había planeado revisar ambas películas para tener una visión más amplia de no sé muy bien qué. Pero la única visión que quiero tener en mente es el texto de Lem.

Si hay una verdadera versión cinematográfica de Solaris ha de estar escondida entre la filmografía de Ingmar Bergman. Lem y Bergman se preocupan de los mismos asuntos, solo que Bergman prefiere los escenarios terráqueos. Es fácil centrar la atención que uno pone en Solaris en la relación entre Kelvin y Harey, pero esto no tiene nada que ver con una historia de amor, sino con los conflictos de identidad que abren una brecha entre ellos. Harey es una víctima de un terrorismo simbólico del que nadie reclama su autoría y Kelvin es un espectador en estado de shock abocado a un reinicio espiritual.

Dicho esto, me siento en la necesidad de hablar de San Juan de la Cruz para referirme a Solaris, porque no puedo dejar de ver en esta novela una variación intergaláctica de Noche oscura del alma:

NOCHE OSCURA DEL ALMA

 

En una noche escura,

con ansias en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!,

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

 

A escuras y segura

por la secreta escala, disfrazada,

¡oh dichosa ventura!,

a escuras y en celada,

estando ya mi casa sosegada.

 

En la noche dichosa,

en secreto, que nadie me veía

ni yo miraba cosa,

sin otra luz y guía

sino la que en el corazón ardía.

 

Aquesta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía,

adonde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche, que guiaste;

oh noche amable más que el alborada;

oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada, con el Amado transformada!

 

En mi pecho florido,

que entero para él solo se guardaba,

allí quedó dormido,

y yo le regalaba

y el ventalle de cedros aire daba.

 

El aire del almena,

cuando yo sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello hería

y todos mis sentidos suspendía.

 

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

Este poema tiene una lectura erótica y una lectura mística. La lectura erótica me parece evidente. Resumiendo mucho: una chica se escapa de su casa por la noche para encontrarse con su amado en secreto y nos cuenta, finalmente, lo a gusto que estuvo con él.

Resumamos la otra lectura posible: Nos describe el proceso de unión entre el alma del poeta y Dios. En la analogía de símbolos del poema, la amada es el alma y el amado es Dios. El alma del místico, habiendo dejado su casa sosegada (las pasiones han sido purgadas) busca dentro de su fuero interno (la noche oscura) esa luz (fe) que lo guíe hacia el Amado (Dios), hasta que se produce la unión, el éxtasis místico, la experiencia inefable que requiere todo este proceso metafórico para poder referirse a ella.

Y ahora pensemos en Solaris. La solarística es una disciplina científica que persigue lo mismo que la mística, el Contacto con un ser no humano. Durante su estancia en la Estación Espacial, Kris Kelvin pasa por las tres vías de la mística. Su vía purgativa consiste en haber dejado la Tierra atrás, con todas las preocupaciones y culpas de su vida anterior. Su vía iluminativa es su trabajo científico, es la prueba de cordura a la que se ve sometido cuando encuentra a Harey. Su vía unitiva es, precisamente, ella. Harey es el Contacto, Harey es el éxtasis místico. Kelvin no tiene que mirar a través de las cristaleras de la Estación Espacial para intentar comunicarse con el planeta Solaris, sino que tiene que buscar en su noche oscura, de allí procede Harey, hasta allí ha llegado el planeta Solaris.

Si entendemos que el Contacto es una experiencia tan inefable como el éxtasis de San Juan de la Cruz, podemos ver en esta novela la misma doble lectura de Noche oscura del alma. Se hace necesaria una metáfora erótico-antropomórfica para poder aprehender el Contacto; de lo contrario, cualquier experiencia que se aleje de los parámetros humanos se hace inasumible.

Hasta la fecha, solo he conocido casos en donde se puede empatizar con la figura del extraterrestre porque este funciona como doppelgänger de la especie humana. E.T. sería un caso paradigmático. Pero si el extraterrestre, como es el caso del planeta Solaris, no aparece como trasunto nuestro nos enfrentamos ante una de las mayores tragedias humanas: aceptar nuestra finitud ante la presencia del otro. Esta idea de lo sublime aporta al planeta Solaris un componente de divinidad que lo hace inalcanzable y aun más maravilloso y que, por tanto, requiere de una visión mística del mundo.

Ojalá yo hubiera escrito Solaris. Supongo que eso mismo pensaron Tarkovski y Soderbergh cuando se atrevieron a llevar esta novela al cine. Pero Solaris ya está escrita, y se trata de una lectura absolutamente imprescindible. A mí, al menos, me ha dejado marcado.