Empecé a leer a Stanislaw Lem gracias a mi amigo Lucas. Él me habló fervorosamente de Vacío perfecto y de Magnitud imaginaria. Me habló de su sentido del humor, de su síntesis filosófica y de su carácter borgeano. De hecho, en cuanto lo leí, Lem se convirtió en uno de mis escritores favoritos y me atrevería, incluso, a incluirlo en mi hipotético top ten. El mismo día en que Lucas y yo comíamos algo rápidamente en un bar de la Plaza Uncibay, vaya usted a saber por qué precisamente allí, y él hablaba acaloradamente de Lem y gesticulaba e hiperbolizaba y glosaba y, en fin, desplegaba todo su espectáculo verborreico-armamentístico y embaucador pro gran descubrimiento literario para nuestra órbita personal; ese mismo día, en su antiguo apartamento, curioseando entre las pilas de libros que inundaban su salón, me topé con otra obra de Stanislaw Lem, El hospital de la transfiguración. Le pedí opinión esperando nuevos fuegos artificiales que lo adornaran, pero solamente recibí un gesto de disgusto y un laconismo sorprendente.
Cuando comencé la lectura de El hospital de la transfiguración, primera novela de Stanislaw Lem, me acordé de todo esto. En las primeras páginas, encontré a un jovencito Stanislaw que abría la novela con cierta soltura, sonando un poquito a Dostoyevski y un poquito a Kafka, pareciéndose mucho a lo que se supone que entenderíamos por un escritor del Este. Me acordé del ceño fruncido de Lucas y fui preparando mis argumentos para rebatir su mohín. Pero, tras las primeras cien páginas, Lem ya no pudo aguantarse más, y tuvo que empezar a teorizar sobre lo humano y lo divino, rompiendo el ritmo de la novela y desertizando su prosa. En realidad, para mí, una de las cosas más apreciables de Stanislaw Lem es, precisamente, su capacidad de discurrir intelectualmente de un modo suave y fluido dentro de un maravilloso pulso narrativo. En Lem, las ideas se diseminan y se congracian perfectamente con una prosa magnífica. Pero en esta su primera novela, El hospital de la transfiguración, este don ensayístico-narrativo todavía no estaba desarrollado, por lo tanto, el resultado es árido y abrupto, ya que, cuando pretende transmitirnos alguna opinión filosófica, encaja a dos personajes soltándose parrafadas mutuamente e invitando al lector, molesto por la incompatibilidad, a saltarse páginas sin pudor alguno.
De todos modos, he decir algo a su favor. O, mejor dicho, he decir algo a favor de la literatura mediocre. Voy a decir una obviedad, porque me apetece decirla después de una comprobación casi de método científico. El otro día, llegué al hospital para someterme a una prueba. Llegué muy pronto y, para hacer tiempo, bajé a la cafetería para tomarme un té con miel, porque esa mañana me dolía mucho la garganta. Me tomé mi Earl gray de sobre frente al televisor de la cafetería y en ese momento emitían Mujeres y hombres y viceversa. Le dediqué veinte minutos a Telecinco, tras lo cual me di cuenta de que El hospital de las transfiguración no estaba tan mal, hubiera sido mejor leerlo durante esos veinte minutos. ¡Qué perogrullada!, ¿no? Pues yo creo que no está mal recordar este tipo de cosas.
Escribo esta reseña porque he terminado de leer la novela, en contra de mi costumbre de dejar a medias prácticamente todo aquello que no me convence. En realidad, me alegro de haberla terminado, porque el final mejora el conjunto. De hecho, he de confesar que hay un motivo que me obligó a terminarla, y no es solamente mi profundo e incondicional amor a Lem, sino que en estos días estoy recopilando una serie de novelas que traten, de algún modo, el ámbito de la enfermedad, la relación médico-paciente y temas similares. Los necesito para incluirlos como parte de una pequeña ponencia que haré en un congreso de Nefrología. Mi intención es que la literatura cultive en los médicos un sentimiento de empatía. El hospital de las transfiguración, en relación con esto, puede mostrar una idea impactante y devastadora de cómo los médicos pueden llegar a ver solamente enfermedades, olvidándose de la humanidad de los pacientes, obsesionándose con la cura del problema concreto sin valorar el conjunto de la persona. Los pacientes aparecen aquí como cosas y eso llega a convertir a algunos médicos en seres crueles y despiadados. Solamente un paciente, un poeta y filósofo, embauca a uno de los médicos con sus ideas, gracias a su carácter y a su nivel intelectual es capaz de mostrarse ante él como una persona y no como un objeto. La novela se sitúa a comienzos de la ocupación nazi, por lo que, al final de la novela, los nazis, por fin, llegan al sanatorio. Los médicos se ven obligados a reaccionar ante el peligro de que los nazis maten a todos sus enfermos y, de repente, empiezan a pensar en ellos como personas. Sus enfermedades psiquiátricas pasan a un segundo plano, porque la misión de los médicos ya no es curar, sino salvar. La reacción de los médicos es sorprendente, por el salto categorial que se produce y por el cambio de actitud ante una escala de valores distinta. Las enfermedades, de repente, se transfiguran en seres humanos.
Ahora que lo pienso, este último párrafo podría ser, en cierto modo, un espoiler. Por eso nunca me siento cómodo hablando del argumento de las novelas. O no, no lo es. Es evidente, desde el principio, que los nazis van a llegar y que va a pasar algo.
Imagino que mis lecturas sucesivas tratarán estos temas hasta el día de la ponencia. Si tuviera todo el tiempo del mundo frente a ellos, les enchufaría mi blog en el power point, porque lo voy a usar en las próximas incursiones para pensar sobre la enfermedad. Si ustedes, hipotéticos lectores, tienen sugerencias de lectura al respecto, no duden en hacérmelas llegar, por favor. Yo me esforzaré en preparar una intervención bonita y en ir lo suficientemente arreglado y aseado como para que mi madre se sienta orgullosa.