Perder un libro a 30 páginas del final es uno de esos castigos divinos que están especialmente diseñados para mí. Es un modo de dinamitar mi estado de ánimo y convertirme en un ser infeliz, desdichado y llorón. Reconozco que suelo ponerme a tiro para este tipo de penalidades, me exhibo como una treceañera haciéndose la perdida en un antro nocturno, porque, independientemente de lo que vaya a hacer a lo largo del día, siempre llevo encima el libro que esté leyendo. No lo hago tanto por buscar huecos para leer como por sentirme acompañado, o por impregnar más si cabe cada época con el autor que esté leyendo. Fetichismo, eso es todo. Claro, esto me lleva a situaciones absurdas. Por ejemplo: ir a nadar a la piscina y llevarme Risa en la oscuridad en la mochila, junto al bañador, la toalla, etc.
En realidad, si me confieso, esto no me parece tan absurdo. Llevarme el libro a la piscina tiene su sentido. Ocurre que soy de los que no les gusta compartir fluidos con los demás. Por lo tanto, solo me puedo plantear las piscinas públicas como un mal horriblemente necesario para mejorar mis varices y mi falta de musculatura. Además, apenas sé nadar. Meterme en la piscina y chapotear un rato es algo que estoy dispuesto a hacer a cambio de los beneficios médicos que me reporta; y si no estuviera dispuesto a hacerlo, mi amadísima Elisa Calatrava me obligaría igualmente. En cambio, me niego rotundamente a hacer uso de las duchas de los vestuarios. Por ahí no paso. Ya he compartido suficiente agua con extraños. Me niego a ducharme donde lo han hecho otros. Eso lo hago en casa, en mi ducha privada, del mismo modo que nadaría también en casa si tuviera una piscina privada. Por lo tanto, dedico a leer el tiempo que Elisa tarda en asearse entre desconocidas.
He pasado el puente buscando Risa en la oscuridad por todos los rincones de la casa. He tenido visita, he estado haciendo algo de turismo por los pueblos de la provincia, he estado preparando exámenes, y Nabokov no se ha dignado a aparecer en ninguno de esos momentos que necesitaba decir basta y acabar esas malditas treinta páginas. Al fin y al cabo, esas treinta páginas previsibles de una obra previsible, porque ya estaba clara desde el principio, porque solo era un ejercicio de escritura sin grandes pretensiones. Risa en la oscuridad, apareces el último día del puente, ya por la tarde. Estabas en la mochila de la piscina. ¡No pude haberme acordado antes!
Risa en la oscuridad es una novela bajo mínimos. Se toman los elementos para construir un relato con lo básico, sin muchas herramientas y, por tanto, sin muchos aspavientos. Es como cuando vuelo con mi padre en ultraligero. A veces él me demuestra que se puede mantener el vuelo a ras de suelo. Parece que no volamos, pero estamos ahí en el aire, y es mucho más difícil estar ahí que haciendo piruetas a 500 metros de altura. Nabokov consigue el mismo efecto, porque sabe y puede (como mi padre con el ultraligero), porque es capaz de usar los mínimos recursos y seguir haciéndolo bien. Eso sí, en ambos casos se trata de un ejercicio de estilo.
Si uno adereza Risa en la oscuridad pueden darse tardes magníficas en el sofá de casa. Por ejemplo, la época de esta novela ha sido la época de Beautiful Freak, el discazo de Eels. La voz de Mr. E, repetida hasta la saciedad en el Spotify, se ha encargado de darle a Risa en la oscuridad la textura que Nabokov le negó (o que yo quería encontrar en ella). Pero está muy feo hablar de la voz de Mr. E delante de las palabras de Nabokov. Así que a callar.