Cuando me marche de Segovia, es probable que en el Top-10 de mis costumbres y hábitos segovianos favoritos estén los gin tonics con J. (o, en su defecto, las cañas a media mañana con J.) En una de las últimas ocasiones estuvimos en el bar el Casco Viejo hasta las tantas, hablando de adaptaciones cinematográficas de obras literarias. Aparecieron muchos títulos. Yo fui apuntando algunos. Días más tarde, en mi cumpleaños, unas buenas amigas me regalaron una preciosa edición ilustrada de La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, obra de la que me había hablado J. aquella noche, animado por la ginebra.
He vuelto a hablar con J. después de leer a Roth, y su opinión -hay que decir que difuminada por lo lejos que queda su lectura- coincide con la de todas las reseñas que he leído en la blogosfera (en donde, por cierto, hay varios blogueros que ensalzan la vertiente autobiográfica con un romanticismo avinagrado). Encuentro una aceptación unánime, pero a mí, en este caso, me ha dado por el pataleo.
Mi pataleo estriba en que, al comienzo, donde Joseph Roth introduce un filántropo que ha encontrado la fe, yo veo un banco. Da igual las vueltas que le dé al libro. Veo a un señor con la inminente necesidad de crearle una deuda a los demás. El protagonista (Andreas), hasta entonces, no era más que un clohard que sobrevivía con lo puesto y con lo poco que iba logrando aquí y allá; si bien es cierto que se trata de un borracho, también hay que recalcar su capacidad para mantener una economía de subsistencia. No debía nada a nadie, solo estaba condenado por sus necesidades primarias: en su caso, el alcohol. Cuando Andreas se topa con el filántropo, este consigue sacarlo del ostracismo y reinsertarlo en la sociedad parisina haciéndolo responsable de una deuda, como cualquier otro hijo de vecino que viva dentro de la lógica bancaria del capitalismo. Andreas nos habla del honor como quien habla hoy día de avalistas, convirtiéndose en santo de esta nueva religión.
Es bien sabido que el verdadero negocio de los bancos no es tanto guardar el dinero de los trabajadores como el de conceder créditos, endeudando así a quien necesita el dinero para vivir y medrar en nuestra sociedad (de hecho, es de horrible actualidad el decretazo del Gobierno que propone grados de tres años y másteres de dos para abrirle la puerta de los estudiantes a los bancos, tal y como tan bien explica el catedrático de Economía Juan Torres aquí). Por eso no me parece casual que el filántropo de esta obra dé un crédito por razones de fe y pida que se restituya el dinero a un sacerdote:
[…] Mas, a pesar de ello, le ruego que tenga la amabilidad de aceptar los doscientos francos, al fin y al cabo una suma ridícula para un hombre como usted. Y en lo referente a la restitución, habré de extenderme algo más para poderle hacer entender por qué no ingresar el importe. Resulta que me he convertido al cristianismo después de haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux. Y ahora venero muy especialmente la estatuilla de la santa que se guarda en la capilla de Sainte Marie des Batignolles, que usted podrá localizar con facilidad. Así que, tan pronto tenga reunidos los doscientos francos y su conciencia le obligue a zanjar esta ridícula deuda, diríjase por favor a Sainte Marie des Batignolles y entregue la suma en manos del sacerdote cuando este termine de oficiar la misa.
Me refiero a que el término griego pistis servía para referirse tanto a la fe como al crédito, ya que, al fin y al cabo, ambos funcionan mediante mecanismos parecidos y alimentan, asimismo, estructuras similares. Esto lo explica fenomenalmente bien Giorgio Agamben en un artículo publicado aquí, del que aconsejo fervientemente su lectura para intentar comprender mi pataleo con La leyenda del santo bebedor, además de otras cosas de verdadero calado. No obstante, como aperitivo, copio un extracto:
David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones –pues existe una disciplina de tan extraño nombre– estaba hace poco trabajando en la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para “fe”. Aquel día, que iba paseando por casualidad por una plaza de Atenas, en un momento dado alzó la vista y vio ante sí escrito con grandes caracteres: Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y a los pocos segundos se dio cuenta de que se encontraba simplemente a la puerta de un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ese era el sentido de la palabra pistis, que llevaba meses tratando de entender: pistis, “fe”, no es más que el crédito del que gozamos ante Dios y el crédito del que goza la palabra de Dios ante nosotros, a partir del momento en que la creemos.
Es la segunda vez que me enfrento a Joseph Roth y en ambas ocasiones he tenido la sensación de oír el soniquete de una parábola moral. Mi otra lectura fue Job, donde, por supuesto, el título ya resulta explícito en este sentido. No conservo un gran recuerdo de aquella lectura y ya me imagino el recuerdo que guardaré de esta. Para colmo, ciñéndome a lo estrictamente narrativo, Roth ha logrado tocarme las narices una y otra vez optando por todos los deus ex machina que le han salido de los mismísimos para resolver los distintos tramos narrativos de la obra. Hay quien se toma esas cosas como si todo fuese un cuento de hadas o una ensoñación que embellece el relato; yo me lo he tomado, en cambio, como si Joseph Roth tuviera muy poca vergüenza.
Y ya no da más de sí este breve cuento, inflado con una tipografía grande y con unas bonitas ilustraciones de un tal Pablo Auladell para poder ser publicado por separado. Me voy a mis asuntos, a contar mi dinero, y a respirar aliviado, porque -de momento- no tengo deudas.