Fritz Zorn pataleando

Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn

Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn

 

Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn, es, probablemente, el primer libro de memorias (o algo parecido) que he leído en mi vida. Por norma, no me suele interesar la vida de la gente y, menos aún, lo que tengan que decir sobre sus vivencias. Pero mi amadísima Elisa Calatrava trajo este libro a casa seducida por las sugerencias de Diego Zaitegui, de Librería Zebras. Ustedes quizá no conozcan a Diego Zaitegui, pero quien cae bajo sus encantos acaba llevándose un montón de libros, porque es un librero maravilloso.

Fritz Zorn fue un tipo nacido en una familia burguesa de Zurich, y yo me esperaba de él un Thomas Bernhard con una chaqueta de bombas dispuesto a inmolarse ante todo lo que le rodea. Pero al final no ha sido para tanto. El caso es que a Fritz Zorn le dio un cáncer a los treinta años, del que se murió dos años después. Y, claro, como un cáncer es una cosa muy mala, le dio por escribir un libro para realizar su ajuste de cuentas con el mundo. A Fritz Zorn («zorn» quiere decir cólera, y solamente es un seudónimo para ocultar su verdadero apellido, Angst, y para sugerir que está muy cabreado) se le ocurre la idílica idea de que su cáncer ha sido provocado por el estilo de vida burgués que le han impuesto sus padres. Así que se dedica a repasar durante más páginas de las que me apetecía leer su infancia, su adolescencia y su madurez, en donde todo le va mal. Por supuesto, la culpa la tienen sus padres y la educación burguesa que ha recibido, la culpa también es de la sociedad y, si le apuran, de ser suizo. Y, huelga decirlo, él es una pobre víctima del mundo que le ha tocado vivir, completamente traumatizado e incapaz de haber hecho nada para contrarrestar la mierda que le caía encima.

Durante muchas páginas de esta obra yo estuve a favor de Fritz Zorn. Su vida me parecía una tragedia y una parábola buenísima para comprender la aniquilación a la que puede ser sometido un individuo. Pero a medida que transcurría el libro no cambiaba nada en el tono y en la pose, la queja era la misma, al igual que la autocomplacencia. Podría haber seguido embaucado por sus pataleos si el señor Zorn tuviera para este propósito la misma destreza que el mencionado Bernhard, pero no. Fritz Zorn sabe escribir, pero este es su primer y último libro, carente de un estilo atractivo.

Morirse con la sensación de que has desperdiciado tu vida tiene que ser una putada muy gorda. Lo mejor de este libro quizá sea recordar que uno tiene que montarse una vida que merezca la pena, con los medios que buenamente se tengan al alcance. Se me ocurre que a Fritz Zorn le hubiera venido bien ver El sentido de la vida, de los Monty Python, a lo mejor así hubiera aflojado un poco y se hubiera tomado las cosas de otro modo. Ahí, de hecho, se dan algunos buenos consejos, se la recomendaría a Zorn y se la recomiendo a ustedes.

A propósito de Zizek

En defensa de la intolerancia, de Slavoj Zizek

En defensa de la intolerancia, de Slavoj Zizek

He confesado abiertamente -en repetidas ocasiones y ante diferentes públicos- que el día en que el Gobierno destruya definitivamente el sistema de la Seguridad Social con el que he crecido aprenderé a fabricar cócteles molotov. Si mi falta de agallas y mis prejuicios éticos no me permiten alcanzar ese estado de violencia, a lo mejor sí lo logra la desesperación. Quizá este comentario pueda parecer una salida de tono por mi parte. Y es que es, precisamente, eso lo que pretendo poner en práctica a propósito de Zizek y de su obra En defensa de la intolerancia.

El otro día entrevistaron en el programa de radio Carne Cruda a un anarquista español, ya bastante viejo y residente en París, llamado Lucio Urtubia. Quedé fascinado cuando este señor repetía la idea de que hay que dejar de respetar, hay que perderle el respeto a la sociedad. Y me fascinó porque creo que comprendí a qué se estaba refiriendo con el respeto. El respeto se convierte en una idea envenenada a partir del punto en el que alguien exige respeto a quien pretende hacer una crítica. El veneno del respeto consiste en un sedante que anula nuestra voluntad.

Entendido así, el respeto (que mantenemos los ciudadanos) es la piedra angular sobre la que es posible gobernar sin restricciones. Si Max Weber afirmaba que el monopolio de la violencia es la característica definitoria del Estado moderno, hoy día podríamos suponer que la característica principal del Estado posmoderno es el monopolio de las ideas respetables. Es decir, el Estado posee la facultad de delimitar lo políticamente correcto y plantea todas sus acciones -por descabelladas que sean- dentro de ese ámbito; su verdadera violencia es simbólica, pues, impuestas estas reglas del juego, se siente autorizado para exigirnos respeto o, de lo contrario, nos tilda de radicales, nos excluye en una nueva marginalidad que concierne a la ideología.

Por supuesto, resulta más fácil mostrarse respetuoso y tolerante con el otro cuando se carece de ideología. La ideología parece ser un lastre del pasado que ya no encaja con el individuo posmoderno. Al fin y al cabo, la ideología es una estructura incómoda para la fluidez con la que se construye la identidad de nuestro tiempo. Esta desideologización de las personas ha hecho posible un corpus de ideas hegemónicas (todo aquello que hemos aprendido como bueno y necesario) planteado, por supuesto, por quien posee la hegemonía. Por eso, el monopolio de las ideas respetables que comentaba más arriba es el monopolio de la ideología.

La política, según nos cuenta Zizek, es la acción a través de la que todo el mundo se hace oír. Un acto político es, necesariamente, un acto ideológico. Pero si la ideología ya no pertenece a los ciudadanos, pues la hemos cambiado por esta forma de respeto a la que me estoy refiriendo, el Estado deja de ser político para convertirse en un Estado policial. Esto es, no podemos hacernos oír porque solo existe la voz performativa de quien gobierna.

Esta transición de la política a la policía es la que permite el eufemismo de centro político. Si consideramos, como ya hemos dicho, que toda acción política es necesariamente ideológica, ese centro político, es decir, la ideología de centro a la que tienden los partidos políticos que verdaderamente aspiran al poder, es el centro ideológico que nos exige respeto, que margina las disidencias y que establece la hegemonía.

Por todo esto, reivindico una violencia que sea el reverso del respeto al que se refería Lucio Urtubia. Cuando hablo de violencia, en realidad, no son necesarios los cócteles molotov que quiero aprender a fabricar; hablo de una violencia más amplia, una violencia a través de la ideología. Me temo que, hoy día, esa violencia es la única forma inequívoca de política que está al alcance de los ciudadanos.

En cuanto al texto de En defensa de la intolerancia, solo lo he tocado tangencialmente, por si acaso alguien no se había dado cuenta. Me resultaría imposible hacer una reseña consistente sobre la obra de Slavoj Zizek, carezco de herramientas para ello. Pero, por suerte, a Zizek le sobran recursos para tocar la tecla adecuada de mi ánimo y obligarme a desahogarme de este modo, ante el panorama desolador de esta fecha.