Georges Perec para todos los públicos

Un hombre que duerme, de Georges Perec

 

 

Esta reseña es una reescritura de la que escribí originalmente hace unas semanas y que nunca llegué a publicar. Este texto solapa lo primero que quise decir y no he dicho. El texto que ustedes no van a leer se llamaba «Georges Perec y mi egotismo». No llegué a publicarlo. Vamos a hablar de otra cosa, aunque vamos a seguir hablando de Georges Perec.

La idea sigue siendo la misma: tratar de convencerles a todos ustedes de que hay que leer a Georges Perec (si acaso todavía no lo han hecho). En el texto que no publiqué hace unas semanas lo intentaba por una vía secreta. Ahora estoy más animado, ahora puedo levantarme y gesticular, porque Un hombre que duerme me dejó en posición decúbito supino para todo el día.

Yo creía que leer a Perec era signo de que uno está madurando, y por eso creía que Perec le estaba vedado a todos aquellos que se dejaban impresionar con aspavientos. Así leía yo a Perec, cruzando las piernas y rascándome la barba, y disfrutando de que tengo edad para leer a Perec y de que antes no hubiera sido capaz de apreciarlo como me pasó con tantos otros escritores que me llegaron prematuramente. ¡Qué mal lector de Perec hubiera sido yo hace años!, me decía a mí mismo.

Pero se me ha ocurrido un experimento: Agarren ustedes a un adolescente por la pechera y siéntenlo y díganle que deje de quejarse. No vale cualquier adolescente. Busquen a uno que se encuentre levitando en pleno éxtasis autodestructivo y autocomplaciente, busquen a un maldito, busquen a un joven que se crea el descubridor de Baudelarie o de Rimbaud para los de su generación, que se sienta como Harry Haller en El lobo estepario o que se lleve las obras completas de Alejandra Pizarnik a todas partes para leérselas con voz trémula a sus amantes. No les será difícil encontrar a un sujeto así, la blogosfera está llena de ellos. Siéntenlo, hemos dicho, y péguenle un par de tortas (porque a priori se las merece). Luego entréguenle Un hombre que duerme y díganle que Georges Perec mola mucho y que la vida es una mierda.

¿Cuál creen ustedes que será el resultado? Yo hubiese agradecido mucho que hubieran hecho todo esto conmigo. Me habrían facilitado las cosas, aunque, de todos modos, a mí siempre me pusieron las cosas fáciles, así que tampoco puedo quejarme. Un hombre que duerme es como una vacuna que te infecta completamente y que, después de dejarte exhausto, empieza a comerse a sí misma hasta que te deja limpio. Es como si a Cioran le diera por terminar sus grandes sentencias con un chiste de Woody Allen (o, en su defecto, como el sketch que los Muchachada Nui hicieron sobre Cioran). Pero no me malinterpreten, en Un hombre que duerme no hay humor, nada, en absoluto, no tiene ni puta gracia; y tampoco hay solemnidad, ninguna, nada de eso. A mí esta novela me recuerda a mi miedo a los pinchazos cuando tienen que hacerme un análisis de sangre: miedo y pavor al principio, resignación luego, he de dejarme llevar, permito que hagan conmigo lo que quieran, dejo de ser importante, angustia, y después todo termina, y no ha sido para tanto, y me pregunto que por qué me siento así si no he logrado cambiar nada. En cierto modo, esa es la estructura de la novela que impone el personaje de Un hombre que duerme. ¿Para qué sentirse así si no vamos a ser capaces de cambiar nada? Es un viaje nihilista que acaba agotándose por puro nihilismo.

Con esta obra, Perec demuestra que está al alcance de todos y que yo solo soy un presuntuoso. El segundo punto es fácilmente contrastable, pero el primero está bien sacarlo a colación. Una novela como esta le viene bien a cualquiera. Me atrevería a decir, atención, que es una novela con un notable sentido práctico: uno se enchufa esta obrita en una tarde y disfruta de sus repercusiones durante semanas, meses o quizá toda la vida. Es hipnótica como el hilo suelto de un jersey que vamos sacando a sabiendas de que eso acabará deshilachando nuestra prenda.

Podría seguir mi campaña de apoyo a la obra de Georges Perec haciéndome una camiseta con su cara. Si lo buscan en Google, verán que su rostro, con ese pelo cardado y esa perilla de chivo, es verdaderamente sugerente. Quizá así conseguiría que todos esos jóvenes malditos que he descrito con tanta fruición cambiaran sus camisetas del Che Guevara por mi camiseta de Georges Perec. Por supuesto, a mi camiseta de Perec le añadiría un hilo suelto del que poder tirar.