A Carver y a mí, ¿se nos rompió el amor de tanto usarlo?

De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver

De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver

Llevo varios días vegetando en casa de mis padres, aferrado a un bono mensual de Filmin y a una tarrina gigante de helado de turrón. Tengo puesto el aire acondicionado casi todo e día y llevo un pijama de verano, de esos con pantaloncito corto. Agosto siempre me resulta un extraño entorno para leer.

 Traje conmigo a Raymond Carver porque creí que todo sería más fácil si sabía de antemano a lo que me enfrentaba. Los cuentos de Carver (los de Catedral o los de Tres rosas amarillas) funcionaron, cuando los leí en el pasado, como un truco de magia. Uno veía unos movimientos sencillos, se dejaba guiar por ellos y luego aparecía el golpe de efecto, al final de la historia todo se iluminaba, produciendo una fuerte sensación de intimidad. ¿Pero dónde ha quedado todo eso mientras leía De qué hablamos cuando hablamos de amor?

No sabría discernir si se trata de mi estado de ánimo o de que estos cuentos no están a la altura de lo que espero de Carver. Solamente dos de ellos, el que da título al libro y el de «Diles a las mujeres que nos vamos», consiguieron estremecer algo dentro de mi cabeza. Por lo demás, todo ha sido una sucesión de historias planas, sin ese doble fondo tan carveriano, que han dejado de interesarme en la primera página.

¿Y yo de qué hablo cuando hablo así de Carver?

Leer estos cuentos ha sido como poner la tele y hacer zapping y oír comentarios de gente que nada tiene que ver conmigo.

Leer estos cuentos ha sido como salir a la calle, en mi pueblo, y esperar que la gente me pare y me pregunte cómo estoy y qué es de mi vida y que me cuente que ellos siguen igual, bien o mal, pero igual.

Leer estos cuentos ha sido como ojear una revista.

Leer estos cuentos ha sido como tener vecinos y atender a su cháchara con la llave en la mano, esperando poder abrir la puerta y entrar en casa.

Leer estos cuentos ha sido como una llamada telefónica de alguien que quiere venderte algo e insiste en hablarte hasta el final de las virtudes de su producto por mucho que le diga que no y que lo maltrate con voz hosca y con palabras groseras.

Leer estos cuentos ha sido como acordarse repentinamente de algo y no encontrarle sentido a ese recuerdo.

Leer estos cuentos ha sido como pasar el día observando Facebook.

En fin, quizá a Carver y a mí, como diría la coplera, se nos rompió el amor de tanto usarlo, por eso no entiendo, a estas alturas del verano, de qué habla Carver cuando habla de amor. Por lo que a mí repecta, me comprometo a asistir a una terapia de pareja con él y, a cambio, le rogaría que también pusiera de su parte. Me acuerdo de nuestros inicios. Yo vivía en Barcelona y lo encontré en La Central del Raval. Pienso en ello y todavía me emociono.

 

Gonçalo Tavares construye un escaparate

Aprender a rezar en la era de la técnica, de Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica, de Gonçalo M. Tavares

Escribo mientras mis alumnos hacen un examen de recuperación. Tengo que levantar la cabeza de cuando en cuando para cerciorarme de que sus posturas no revelan ningún intento de copiarse del compañero. Por suerte, son pocos y no es difícil controlar la situación. Los miro a ellos, pero hace poco miraba las últimas páginas de Aprender a rezar en la era de la técnica, de Gonçalo M. Tavares.

En esta novela, Gonçalo Tavares plantea la vida y obra de un personaje cruel y despiadado en una suerte de hagiografía del mal, un cirujano todopoderoso en su profesión que se transforma en político movido por una concepción del mundo quizá fascista y civilizada a un mismo tiempo. Supuse que me enfrentaba a un personaje carismático, pero al acercarme a él no pude llegar a tocarlo. No sentí en mi fuero interno, por desgracia, su visión perturbada, no me provocó ninguna clase de temor, porque la novela está construida de modo que aquello que se cuenta parece desarrollarse dentro de una pecera. Se mira, pero no se toca. El protagonista parece desfilar a lo largo de los cortos y numerosos episodios como una top model encima de una pasarela. Solo podemos desear palpar lo que vemos –lo que leemos–, pero existe una distancia habilitada para que eso no sea posible.  Este es, por ejemplo, el sentimiento contrario al que tengo cuando me enfrento a los personajes de Thomas Bernhard. A ellos sí los vivo, acaban contaminándome e incluso me obligan a sentirme identificado con ellos mismos.

Durante la lectura, he tenido la sensación de que esta novela ha sido fácil de escribir. No quiero insinua -a tanto no llega mi arrogancia- que yo hubiera sido capaz de escribirla. Quiero decir que al autor le ha resultado una escritura sencilla. No creo que esta sea una de esas narraciones que “parecen” simples, pero que, en realidad, requieren una ardua labor de engranaje. Hacer que lo difícil parezca fácil es una virtud extraña, cuando pienso en esto siempre me acuerdo de Roberto Bolaño o, incluso, de Raymond Carver ayudado por Gordon Lish, su editor. Tavares es un escritor lleno de virtudes, pero yo me apostaría algo a que no sudó demasiado armando esta historia. No obstante, no creo que esto tenga que mermar la calidad de la novela, es una sensación y ya está.

De hecho, lo mejor que he sacado de Aprender a rezar en la era de la técnica ha sido unas ganas tremendas de leer otras obras de este señor, otras obras en donde encuentre eso que tanto me ha gustado siempre en Tavares y que no me queda claro si he encontrando en esta ocasión. Echo de menos la sensación de Un hombre: Klaus Klump o la de La máquina de Joseph Walser, o la de Biblioteca.

Acabo aquí, porque el examen está terminando. Mis alumnos comienzan a marcharse. Algunos me confiesan que mañana no vendrán a clase, que nos vemos a la vuelta de vacaciones. Estoy empezando a salivar de felicidad ante la idea del tiempo libre.

Gordon Lish o el «yo contra todos»

Epígrafe, de Gordon Lish

Si fuera capaz de tener en cuenta las efemérides, debería señalar que hace un año, en realidad hace más o menos once meses, leí por primera vez a Gordon Lish. Vale, esto no es exactamente una efeméride, pero ustedes no pueden esperar que mi memoria retenga algo que haya ocurrido hace más de algunos meses. A mí me sirve, de todos modos, para acordarme de lo distinta que era mi situación de la de ahora. Dos lecturas de Gordon Lish en dos momentos radicalmente distintos y, sin embargo, uno consecuencia del otro.

Me gusta ese tópico de que Gordon Lish es el padre o el protector de un montón de escritores norteamericanos (Carver, Delillo y toda esa banda de pájaros). Siempre se dice que fue un gran editor y un maestro capaz de corregir a los grandes. Yendo más allá, este señor me ha convencido de que sabe escribir como hay que escribir en cada momento. Su estilo es, para mí, el que más agradezco para aquello que me está contando, ahora y cuando lo leí hace once meses.

Epígrafe es una novela epistolar. Al narrador protagonista -llamado Gordon Lish- se le muere la mujer y empieza a escribirle cartas a todo el mundo. Al principio lo hace para dar aviso de su muerte, pero poco a poco empieza a desvariar. Y cuando digo desvariar me estoy refiriendo a un comportamiento que no tiene que ver estrictamente con la locura. Cuando digo desvariar estoy pensando, en realidad, en Thomas Bernhard. Estoy pensando en ese punto en donde dejamos de ser civilizados para alcanzar -presuntamente- un nivel superior (no sé muy bien de qué), en donde el sentido común se convierte en egolatría autodestructiva, en donde el discurso del personaje es muy atractivo siempre y cuando se trate de un personaje y no de alguien que viva cerca de ti. A eso me refiero.

Gordon Lish -su personaje- lleva a cabo una suerte de terrorismo postal, su intención es la de dinamitar todo su círculo social (o el que le había dejado su esposa) inmolándose, de paso, a sí mismo. Epígrafe nos muestra el camino más rápido para alcanzar la verdad de aquello que nos haya ocurrido, ya que, al fin y al cabo, el mejor modo de llevar razón es quedarse solo. Epígrafe podría servir para explicar un modo de entender la literatura, el de yo contra todos. No sé hasta qué punto me gusta esa forma de entender la literatura, pero he de confesar que me resulta tremendamente divertida. Quizá sepan ustedes que Thomas Bernhard, por ejemplo, es para mí uno de los grandes humoristas de todos los  tiempos y que, además, es uno de mis escritores favoritos. Y Gordon Lish, tras este segundo round, está cerca de colarse en mi hipotético y voluble top ten. ¡Ojalá sigan traduciendo y publicando sus obras!

Kjell Askildsen y el mal rollo como escenario literario

Cuentos, de Kjell Askildsen

Es muy fácil perderse entre los cuentos de Kjell Askildsen. Igual que en el desierto, solo hay arena. No hay puntos de referencias fácilmente localizables y, por tanto, nunca tenemos muy claro hacia dónde vamos. Claro, también hay gente a la que le gusta vagar, ir a la deriva. Askildsen me resulta así de complicado. Cuando me excedo consumiendo la sobriedad de Askildsen siempre acabo mareado y completamente desorientado.

He ido espaciando la lectura de sus cuentos para poder sobrevivir a su estilo. Sus cuentos son inmejorables si los enmarcamos dentro de los propósitos del autor, no he leído a nadie que haga mejor que Askildsen lo que Askildsen hace. Supongo que antes de leerlo hubiera dicho algo así como «no he leído a nadie que haga mejor que Carver lo que hace Carver». Ahora puedo decir que Raymond Carver parece barroco al lado de muchos de los cuentos de Kjiell Askildsen.

Membranas. Creo que esa es la idea. Me acabo de convencer de que los cuentos de Askildsen son membranas. Entonces, supongo que saber llevar a cabo el ejercicio de la ósmosis es imprescindible para acceder al sentido de su obra. En los cuentos de este señor prácticamente todo ha de suponerse, con suerte se nos sugieren cosas y lo demás se presenta de forma tácita. A partir de ahí, nosotros tenemos que sacar agua del pozo. ¿Habéis llegado alguna vez a casa de vuestros padres y habéis notado una tensión disimulada entre los dos -porque conocéis a vuestros padres y sabéis identificar esa tensión- posterior a una hipotética pelea? Ambos pretenden actuar con naturalidad, pero los gestos, las miradas y alguna que otra palabra traicionan la pantomima. Eso es un cuento de Kjeld Askildsen.

Por otro lado, hay algo verdaderamente fácil de disfrutar en estos cuentos. Nadie se quiere en ellos, al menos nadie se quiere demasiado. Supongo que los personajes de Askildsen -o el único e iterativo personaje- tienen demasiados problemas consigo mismos para poder sentir amor por los demás. Quizá al lector no le caigan mal estos personajes, pero, por regla general, estos personajes se caen muy mal los unos a los otros.

Supongo que leer a Askildsen es como llegar a un nuevo lugar de trabajo donde impera el mal rollo. Al principio todo muy bien, pero empiezas a notar algo en el ambiente y terminas dándote cuenta de montones de rencillas. ¿Quién respira a gusto en un lugar así? Estos cuentos me han dejado esa sensación y por eso, solo en parte, me alegro de haber cerrado por fin este libro. ¡Uf, qué descanso!

Mi encuentro a solas con Gordon Lish

 

Perú, de Gordon Lish

Acabo de terminar los últimos compases de Perú, de Gordon Lish, cuando ya no me creía capaz de terminar ningún propósito. Espero, sin ninguna intención de mostrarme paciente, a que salga una información X en una web Z, y mientras tanto hago lo posible por leer a Gordon Lish, porque a lo largo de este día es lo único que ha demostrado ser lo suficientemente hipnótico como para retenerme. Mucho más que mi teleserie favorita de las mañanas, Alerta Cobra, donde el actor turcoalemán Erdogan Atalay nos demuestra temporada tras temporada que Alemania ha llegado a alcanzar cotas altísimas de bienestar ciudadano gracias a la Brigada de Carreteras. Sobre todo si somos capaces de ver las autopistas alemanas como sinécdoque de un país. El narrador de Perú, en cambio, nos plantea una idea radicalmente distinta a la que experimentamos junto al personaje que interpreta Erdogan Atalay en Alerta Cobra. En pleno estado del bienestar puede darse, inopinadamente, una tragedia, pero esta tragedia deja de serlo al no estar expresada bajo ninguna moral. En Perú -que no transcurre en Perú- las cosas implosionan sin que haya consecuencias; en Alerta Cobra las cosas explotan con consecuencias que hacen avanzar la trama.

Atreverse a comprar Perú, de Gordon Lish, es como cuando quedan dos amigos para hacer algo juntos y no llaman a un tercero, y ese tercero es Raymond Carver. Yo creí que leyendo a Gordon Lish solo iba a pensar en Carver, en cómo Lish inventó el estilo de Carver, en cómo cercenaba sus frases y lo convertía en lo que todos conocemos. Todos sabíamos que Carver es un tío genial porque siempre va acompañado de su amigo Lish. ¿Pero qué iba a pasar cuando Gordon Lish y yo quedáramos a solas? Es como aquel capítulo de Seinfeld, cuando Jerry Seinfeld ha quedado, como de costumbre, con George y con Elaine y al final no puede ir; entonces, estos dos se ven obligados a salir solos y no saben de qué hablar porque siempre que se ven lo hacen con Seinfeld, y se sienten violentos, y al final descubren que si hablan todo el rato de él y se ríen juntos de él son capaces de salvar una velada incómoda. Sí, he destripado todo el episodio. Pero este capítulo merece ser visto una y otra vez. Así me sentía yo antes de ponerme a leer a Gordon Lish.

Lo que ocurrió, sin embargo, fue que se dio entre nosotros una complicidad distinta a la que yo ya tenía con Carver. Si me preguntan diré: «fue otro rollo«. Algo distinto, algo que no me esperaba. Perú está construida a partir del proceso de recordar un hecho de la infancia y se sostiene entre dos hechos secundarios que lo flanquean desde el presente. La estructura parece sencilla, pero da pie a una serie de permutaciones entre los tres acontecimientos que posibilitan que Lish ensaye todos los modos posibles de expresarlos, aunque siempre dentro de un mismo tono. O, dicho de otro modo, esta es una novela acerca de las posibilidades del lenguaje dentro de un contexto. Yo apuesto porque la literatura siempre debería ser eso, aunque, por norma, la literatura trate sobre las posibilidades de un contexto dentro del lenguaje. No sé si se entiende la diferencia. Tampoco me voy a extender en ello, corro el riesgo de que ni siquiera yo sepa lo que estoy diciendo.

De todos modos, qué importa lo que yo diga. Perú es un novelón impresionante. Y, además, está aderezado con esa crueldad que yo siempre tanto disfruto.  Para mí, Gordon Lish es un gran descubrimiento o, mejor aún, es un gran redescubrimiento. Primero vino de la mano de Carver y ahora ya salimos solos y hablamos de nuestras cosas. ¡Ay, debería aprovechar este verano y volver a leer a Carver para aclararlo todo!

 

Instalaría una tienda de campaña en los cuentos de Carver

Tres rosas amarillas, de Raymond Carver

Tres rosas amarillas, de Raymond Carver

Hay que leer a Raymond Carver para poner las cosas en su sitio. Hoy he terminado Tres rosas amarillas y ha sido un reset redentor para soportar la vuelta de un pequeño viaje. Después de Carver, casi todo es posible, mi ánimo se templa. Con él he descubierto algo: Uno puede enfrentarse a casi cualquier lectura después de haber leído a Carver. No importa que uno sufra mucho y aun así se disponga a comenzar un libro a riesgo de sufrir aún más, porque leer a Carver es como anular los condicionantes previos. Carver es todo lo que necesitamos para tranquilizarnos un poco. Si a mí me contratara una gran empresa para ser el catador oficial de sus productos, yo leería cualquiera de los cuentos de Tres rosas amarillas o de Catedral antes de probar nada. Así es Raymond Carver después de haberlo terminado, pero resulta muy distinto en el durante.

Porque Carver trabaja con un material que responde al lema: “esto le puede ocurrir a una persona”, sin que ello tenga nada que ver con lo que a mí me ocurre. Recuerdo cuando, en Barcelona, Cristof Polo se detenía en el metro o en la calle y me decía: “¿ves?, eso es Carver”. Uno no afronta la literatura de Raymond Carver desde una realidad o desde la propia experiencia, sino que afronta la realidad cotidiana desde la literatura de Carver, sus cuentos provocan una experiencia personal, contaminan nuestra percepción del mundo mientras mantenemos el libro en la mano. Después, esto pasa, y quedamos sedados, llega el reset anunciado. Pero eso, como he dicho al principio, es después.

Y es que Carver, en cierto modo, acaba con nuestro estilo de vida durante unos días (o unas horas, ¿quién sabe?), porque Carver ya ha desaparecido ante nuestras narices y se ha llevado su hipotético estilo consigo para que no lo veamos. Su estilo invisible es, quizá, lo que uno experimenta en su propia vida cuando lo lee. El estilo invisible de Carver es un holograma que se proyecta sobre el lector. Así se produce la sustitución. A saber: La otra mañana me levanté relativamente tarde, y en seguida sonó el teléfono como si estuviera esperando a que yo abriera los ojos. Preguntaron por un tal José González y solo acerté a decir “no”. Completamente dormido, conseguí llegar hasta el baño con la nariz taponada, pero esta vez tocaron al timbre y era una gitana pidiendo. Le cerré la puerta sin miramientos. Volví al baño con la nariz llena de mocos, solo quería sonarme la nariz de una vez por todas. Me miré al espejo, y por alguna razón trivial pero sugerida por el cuento de Carver que leí la noche anterior pensé que todo aquello era otro cuento más de Carver, pero que esta vez me había tocado a mí. En realidad, uno no necesita sentirse muy especial para creer que podría pertenecer a su literatura. Y eso es un consuelo para todos nosotros.